Estrés, intestino y emociones, una relación compleja.
El cerebro y el intestino están estrechamente conectados y lo que ocurre en uno afecta al otro. Esa conexión se llama eje intestino-cerebro. Hoy sabemos que una de las variables que más afecta a ese eje es la tensión.
Existe una relación directa entre la parte psicológica -conducta, pensamientos, sentimientos y emociones- con nuestro aparato digestivo. Cuando no gestionamos bien una, la otra se ve afectada y viceversa.
¿Cómo sucede esto?
El intestino tiene su propio sistema nervioso -llamado sistema nervioso entérico-, conocido popularmente como nuestro segundo cerebro. Se calcula que hay más de 100 millones de neuronas y terminaciones nerviosas en él, más que las que contiene la médula espinal. Con este sistema nervioso, el intestino es capaz de autorregular sus funciones.
Comunicación bidireccional
Este segundo cerebro se comunica con el sistema nervioso central o ‘primer cerebro’ a través del nervio vago, una red intrincada de vías nerviosas muy compleja. A esta comunicación se le llama eje intestino-cerebro. Estos dos órganos están en continua comunicación. Lo apasionante de esta comunicación es que es bidireccional, es decir, no es solo el cerebro el que le manda órdenes al intestino, sino que el intestino a su vez le manda información al cerebro. De hecho, parece ser que la mayoría de los ‘mensajes’ que se transmiten por esta vía son del intestino hacia el cerebro y no al revés. ¿Qué le estará contando?
Esto explica por qué antes de una primera cita sentimos ese cosquilleo en la tripa o por qué tenemos que salir corriendo al baño antes de hablar en público. O se nos cierra el estómago ante una mala noticia. Estas situaciones suceden en momentos puntuales y una vez pasado el estrés, la función del intestino vuelve a la normalidad. ¿Qué pasa cuando el estrés se mantiene en el tiempo?
El estrés en el sistema digestivo
El estrés es un mecanismo de defensa que activa recursos adicionales del organismo, es el modo en que prepara el cuerpo para defenderse de las amenazas. Nuestros ancestros vivían a la intemperie, tenían que defenderse de los animales salvajes, de las luchas territoriales y de otras adversidades que afrontaban huyendo, peleando y de muchas maneras. Que te persiga un oso, ¡eso sí que es estrés! En esta respuesta ante el peligro intervienen diferentes hormonas, neurotransmisores, órganos y sistemas que tienen que entrar en acción para salvarnos. Se activa lo que se llama el sistema nervioso simpático, poniendo en marcha ciertas funciones de alerta y ‘apagando’ otras que cree que en ese momento no son importantes para superar esa situación peligrosa.
Entre las funciones que se apagan se encuentra la digestión. Es como si el cuerpo dijera: primero voy a salvar mi vida, ya digeriré después. Pero, a diferencia de la vida moderna, en la antigüedad las amenazas estaban limitadas en el tiempo. Había una situación con una alta carga de estrés y luego se acabó. Volvíamos a una situación de tranquilidad en la que sanábamos nuestras heridas, nos nutríamos, descansábamos y seguíamos adelante. Hoy no es así. Vivimos en un estado de continuo estrés, quizás no tan intenso pero sí mantenido en el tiempo. Y el problema es que nuestro cuerpo pone en marcha los mecanismos necesarios para echar a correr, luchar o huir de manera permanente. Esto supone que deja de lado otras funciones igual de importantes para atenderlas cuando la amenaza pase -sanar, digerir, reproducirse, descansar, etc-. Cuando esto sucede pueden surgir las consecuencias. Cuando estamos estresados, desde el sistema nervioso central se produce una cadena reactiva en el organismo y las glándulas suprarrenales generan cortisol, que actúa como neurotransmisor en nuestro cerebro. Un nivel elevado crónico de esta hormona es perjudicial para nuestra salud física y cognitiva.
Todo esto nos dice que la energía producida por el estrés tiene que salir o canalizarse de una manera adecuada, porque si no, es muy probable que la manifestemos a través de reacciones emocionales desproporcionadas, o a través del cuerpo, pudiendo ocasionar el desarrollo de nuevas enfermedades o agravar las ya existentes.
Ahora sabemos que el estrés afecta al intestino de muchas maneras: disminuye la producción de ácido por el estómago y de otras sustancias necesarias para el buen funcionamiento, altera la motilidad e incluso puede modificar la composición de la flora intestinal. Nos encontramos con muchas personas con problemas digestivos crónicos como enfermedad de Crohn, colitis ulcerosa o colon irritable, que en situaciones de estrés sus síntomas empeoran. Pero la respuesta al estrés es bidireccional y se está comprobando que en este tipo de pacientes se presentan con mayor frecuencia algunos trastornos psicológicos.
No es por ello sorprendente que muchas afecciones como la ansiedad, la depresión, TDAH (trastorno de déficit de atención) o el autismo tengan manifestaciones intestinales específicas.
Influencia de la microbiota en nuestras emociones
Estudios recientes comprobaron que las bacterias de nuestro intestino producen sustancias químicas que pueden afectar directamente al comportamiento y el desarrollo cerebral. Conocerlas nos dará pistas para equilibrar la microbiota intestinal, modular el estrés y las emociones.
Serotonina
El 90% de la serotonina de nuestro cuerpo se produce en el intestino. La serotonina es la sustancia responsable de mantener el equilibrio de nuestro estado de ánimo, e influye en factores como la inhibición de la ira, la agresión, el humor, el sueño y el apetito. Una microbiota alterada por estrés crónico dejaría de producir tanta serotonina que podría llegar a producir depresión y otros trastornos mentales. Dopamina Además de la serotonina, en el sistema nervioso entérico se produce dopamina, otro neurotransmisor que regula los niveles de placer en nuestro cerebro. Su secreción se da durante situaciones agradables y nos estimula a buscar actividades placenteras.
Hay un tipo de bacterias lactobacillus y bifidobacterium, a las que podemos llamar grandes aliadas, ya que se encargan de regular muchos procesos psicológicos cuya disfunción está relacionada con la ansiedad y la depresión. Estas bacterias sintetizan por sí mismas serotonina, dopamina, GABA y noraledralina, y son muy utilizadas como probióticos. También se encuentran en algunos alimentos que podemos incluir en nuestra dieta.
Alimentos para la felicidad
Si un intestino bien alimentado puede corresponder a un buen humor y equilibrio emocional, entonces podemos influir en la composición de la microbiota con lo que comemos y sentirnos más felices.
Los alimentos ricos en triptófano son buenos estabilizadores para la serotonina. Como hemos apuntado, la serotonina es la hormona de la felicidad y el 90% se sintetiza en el intestino. Los más abundantes:
Carne blanca: pavo, pollo
Yema de huevo
Lácteos: yogur, queso bajo en grasa y leche desnatada
Cereales: trigo, avena, maíz y centeno
Frutos secos: pistachos, almendras y nueces
Semillas: ajonjolí y de calabaza
Pescados azules: salmón, atún y sardinas
Verduras: espárragos y espinacas
Legumbres: soja, alubias blancas y garbanzos
Frutas: piña, plátano, aguacate
Chocolate puro
Para sintetizar serotonina, el cuerpo necesita además ácidos grasos omega 3, magnesio y zinc. Por tal motivo, alimentos ricos en magnesio -plátanos, nueces, legumbres, verduras y germen de trigo- también son considerados antidepresivos naturales y ayudan a la producción de serotonina. Unos de los alimentos preferidos de las bacterias son las fibras fermentables, presentes principalmente en frutas, verduras, hortalizas, legumbres y cereales integrales. Los fermentados por ácido láctico como yogur, yogur de soja (fermentado), el kéfir (de leche, de agua y de té), chucrut y kimchi son ricos en las bacterias probióticas lactobacillus y bifidobacterium, que ayudan a evitar y reducir los estados de estrés y depresión.
Comida y también mente
Como sabemos, esto es un eje bidireccional, por lo que no solo comiendo adecuadamente mejoraremos nuestra microbiota, también debemos tener nuestra mente en calma. Para ello, es recomendable tener en cuenta otras técnicas como el mindfulness. La práctica del mindfulness estimula la actividad en zonas que están muy asociadas al bienestar y a la serenidad, y a la vez disminuye la actividad de la amígdala cerebral, que es el centro integrador de las emociones. Con su práctica, la mente se va apaciguando, nos proporciona un espacio para ver las cosas con más perspectiva y que no seamos tan reactivos. Es una herramienta de autocontrol del estrés muy eficaz. El estrés crónico, ya sea físico o psíquico fruto de la ansiedad, podría tener efectos muy perjudiciales en el cuerpo y el cerebro. Cuidando de nuestro intestino a través de una alimentación adecuada mejoramos nuestras emociones, pero si además practicamos terapias de reducción del estrés, mejoraremos la regulación de la microbiota y de la función cerebral.